III
Transcurridos bastantes días para que se cumplieran nueve años tras la supradicha aparición de la gentilísima criatura, aconteció que la admirable mujer aparecióseme vestida con blanquísimo instrumento, entre dos gentiles mujeres de mucha mayor edad. Y, al entrar en una calle, volvió los ojos hacia donde yo, temeroso, me encontraba, y con indecible amabilidad, que ya habrá recompensado el Cielo, me saludó tan expresivamente, que entonces creíame transportado a los últimos linderos de la felicidad.
La hora en que me llegó su dulcísimo saludo fue precisamente la nona de aquel día, y como se trataba de la primera vez en que sonaban sus palabras para llegar a mis oídos, embargóme tan dulce emoción, que apartéme, como embriagado, de las gentes, apelé a la soledad de mi estancia y púseme a pensar en aquella muy galana mujer.
Pensando en ella se apoderó de mi un suave sueño, en el que me sobrevino una visión maravillosa, pues parecíame ver en mi estancia una nubecilla de color de fuego, en cuyo interior percibía la figura de un varón que infundía terror al que lo mirase, aunque mostrábase tan risueño, que era cosa extraña. Entre otras muchas palabras que no pude entender díjome éstas, que entendí: Ego dominum tuus. Entre sus brazos parecíame ver una persona dormida, casi desnuda, solo cubierta por un rojizo cendal y, mirando más atentamente, advertí que era la mujer que constituía mi bien, la que el día antes se había dignado saludarme. Y parecióme que el varón en una de sus manos, sostenía algo que inténsamente ardía, así como que pronunciaba estas palabras: Vide cor tuum. Al cabo de cierto tiempo me pareció que despertaba la durmiente y, no sin esfuerzo de ingenio, hacíale comer lo que en la mano ardía, cosa que ella se comía con escrúpulo. A no tardar, la alegría del extraño personaje se trocaba en muy amargo llanto. Y así, llorando, sujetaba más a la mujer entre sus brazos, y diríase que se remontaba hacia el cielo. Tan gran angustia me aquejó por ello que no pude mantener mi frágil sueño, el cual se interrumpió, quedando yo desvelado.
Y a la sazón, dándome a pensar, noté que la hora en que se me presentó la visión era la cuarta de la noche y, por ende, la primera de las nueve últimas horas de la noche. Y, meditando sobre la aparición, decidí comunicarlo a muchos renombrados trovadores de entonces. Como quiera que yo me hubiese ejercitado en el arte de rimar, acordé componer un soneto, en el cual, tras saludar a todos los devotos de Amor, rogaríales que juzgasen mi visión, que yo les habría descrito.
Y seguidamente puse mano a este soneto [...]:
Almas y corazones con dolor,
a quienes llega mi decir presente
(y cada cual responda lo que siente),
salud en su señor, que es el Amor.
Las estrellas tenían resplandor
el más adamantino y el más potente
cuando divino el Amor súbitamente
en forma tal que me llenó de horror.
Parecíame alegra Amor llevando
mi corazón y el cuerpo de mi amada
cubierto por un lienzo y dormitando.
La despertó mi corazón, sangrando,
dio como nutrición a mi adorada.
Después le vi marcharse sollozando.
[...]
A este soneto respondieron, con diversas sentencias, muchos, entre los cuales figuran aquel a quien yo llamo el primero de mis amigos.
Escribió entonces un soneto que empieza así: "Viste a mi parecer todo valor". Y puede decirse que éste fue el principio de nuestra amistad, al saber él que era yo quien le había hecho el envío. Por cierto que el verdadero sentido del sueño mencionado no fue percibido entonces por nadie, aunque ahora es clarísima hasta para los más ignorantes.
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He suprimido dos frases con [...] siendo la primera como dice el principio del soneto y el segundo la explicación vaga del mismo.
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