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Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23:34)
En todo camino a la paz hay un paso fundamental e insustituible: el perdón. Es la rúbrica o firma del final de una disputa y además, forma parte del ingrediente distintivo de todo cristiano y está presente en el mensaje evangélico, pues todo gira en torno alrededor del perdón de Dios por medio de la cruz de Cristo emplazándonos a ofrecer o suplicar perdón allí donde sea necesario.
Perdonar lleva implícito eliminar de cada uno de nosotros todos los sentimientos, pensamientos y actitudes negativas hacia la otra persona. Perdonar es similar al proceso de curación de una herida: al principio, la herida está abierta, sangra, duele, se infecta; pero una vez que ha cicatrizado ni duele, ni sangra, ni se infecta. Perdonar es convertir nuestras heridas en cicatrices.
Nuestra disposición a perdonar debería ser inmediata, pues ésa es la voluntad de Dios, pero todo el proceso emocional y, a veces, moral del perdón puede llevar un largo tiempo. Quizás, ese tiempo se viese acortado si pensamos “estoy dispuesto a perdonar aunque la cicatrización de mis heridas requiera más tiempo”.
Tal vez, lo más difícil del proceso de perdonar, sea dar el primer paso: yo puedo perdonar, y debo hacerlo aunque la otra persona esté reacia a hacerlo. Se puede perdonar en la intimidad interior, en el espacio que ocupa nuestro corazón, en secreto, sin que la otra persona lo sepa, incluso aunque no se nos pida, aunque nos sigan ofendiendo.
¿Y después qué? No hace falta volver a ser amigos, no hace falta volver a tener el mismo tipo de relación, lo importante es eliminar el veneno interior. No creo que Dios nos pida hacer ejercicios de masoquismo volviendo a tener relaciones imposibles, pues la reconciliación, aunque deseable, muchas veces es imposible. Lo que si nos pide Dios es perdonar a los que nos ofenden con el amor sobrenatural que es el fruto del Espíritu.
Afortunadamente la mente es como un álbum de recuerdos que permanecen para siempre, y no podemos esperar que el perdón borre nuestra memoria –sería absurdo-, pues cuando hay perdón el recuerdo de esa experiencia dolo-rosa permanece pero ya no evoca sentimientos negativos u odio. La cicatriz es el recuerdo de una herida pasada, queda ahí para siempre, ya no duele, ya no sangra, ya no se infecta, la herida está cerrada. Ver la cicatriz nos evitará volver a repetir los mismos errores o faltas.
Los que dicen “yo perdono, pero no olvido”, más frecuente de lo que pensamos, al final, lo único que refleja es que quien lo dice alberga esperanzas de venganza y siguen rescoldos de resentimiento en su corazón. Lo ideal es perdonar y recordar, pues no olvidar es recordar con ciertas dosis de veneno.
El mayor ejemplo de perdón lo tenemos en quien pasea por nuestras calles por Semana Santa que amó a sus enemigos hasta el momento de su muerte. Sí, Cristo nunca dejó de amar a aquellos que lo llevaron hasta la cruz.
El perdón no necesita de la paz, no depende de la reconciliación, va más lejos de la restauración de la relación. El ejemplo del Señor nos marca la pauta, pues estando ya clavado en la cruz, habiendo sido objetivo de ridiculización, torturado por aquellos a los que intentó amar, cerca de la agonía, pronuncia unas memorables palabras que contienen, en forma de síntesis luminosa, el meollo del Evangelio: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»
José Manuel de la Rosa Santos
Ayamonte, 31 de enero de 2011, festividad de San Juan Bosco
Ayamonte, 31 de enero de 2011, festividad de San Juan Bosco